martes, 24 de febrero de 2015

Madurez es una palabra que usan los demás para resumir que la vida real es una mierda y que tienes que aceptarlo.

Bienvenida a mis letras querida psiquiatra. Como me ha sugerido, y dado que si no colaboro me quitarán el subsidio, voy a intentar hablar un poco de mí por escrito. A veces me mira con tristeza, es joven, vocacional todavía, no está cansada, no ve un listado de números y nombres, se implica, no cree que la solución sea esconder el problema con antidepresivos y pasar al siguiente paciente de la larga lista de la Seguridad Social. Su mesa posee ese extraño caos armonioso de la gente polivalente y emotiva. Me gusta su acento andaluz -¿ya ha hecho amigos en Madrid?-, me agrada cuando se toca el puente de las gafas porque algo le disgusta o cuando cruza las piernas y balancea sutilmente el pie mientras me escucha y apunta cosas en su libreta.

Estoy divagando demasiado. Quiere que escriba para hablarle de mi pasado, de los ejemplos de sordidez de mi familia. Cada vez que veo la primera parte de la Chaqueta Metálica, el personaje de Patoso cayendo poco a poco en la locura, esa mirada antes de suicidarse, la voz ronca, todo eso ya lo había visto en mi propia casa cuando era pequeño. Pero esos recuerdos no son el secreto del sótano de mi psique.

La verdad es que siempre he querido disfrutar las cosas al límite, llegar al final del Kronen y soltar las manos. Los demás podían tener su propia perspectiva, sus sueños, y ambiciones. Aprender y adaptarse hasta conseguir esa normalidad aceptada socialmente que te exime de juicios externos. Pero siempre me hartó esa felicidad hueca, ese ideario capitalista del horario fijo de ocho a cinco, las obligaciones familiares y sectarias.

No. Hay gente que prefiere la no-vida, el no-movimiento, la no-elección. Mira por tu ventana, no son tan invisibles, seguro que los identificas, son esos borrachos con pinta de mendigo que siempre recalan en una plaza o en un parque, siempre con sus dos o tres cervezas del supermercado. Malviviendo con alguna renta o en una habitación mugrienta de pensión. ¿Qué nos impulsa a despreciar nuestro potencial, a afrontar la náusea existencial desde un banquillo tan deprimente? ¿Por qué nos resulta tan adictiva una decadencia que ahuyenta el éxito y te hace perder el respeto de tu propia familia? Simple debilidad. Y al no asumirla huimos. Leemos los excesos de los malditos y nos inventamos una libertad de putos retardados. Nos gusta el final de Taxi Driver, nos gusta Chinaski, nos gusta Ian Curtis, Jim Morrison antes de que destruyera su talento en tres años, nos gusta esa mano temblorosa tirando la mitad del alcohol en la barra. No confiamos en la palabra Rosebud porque a las moscas de fruta el conocimiento les quita vitalidad.

Ahora es cuando tocaría, como catarsis personal de toda esta introspección, una especie de moralina que nos haga sentir mejor a los dos. Me temo que no. Ahora soy mucho más moderado, un mero alcohólico social, ¿ha cambiado algo? Beber no era el problema, solo era un síntoma de una catástrofe interior, un disfraz de hombre de nieve en el desierto, una tramoya infantil. Tampoco creo que la depresión o los anhelos de suicidio se puedan justificar siempre por una biografía sórdida llena de traumas, ni que sirva de algo diseccionar a alguien como si fuera un reloj de bolsillo. A veces nacemos tarados, débiles, con miedo, demasiado conscientes, con un grado de imperfección que bascula en un eje podrido de imposibilidad. A veces lo más coherente es observar a la polilla realizar su baile de cortejo. Como se acerca poco a poco, sin poder evitarlo, a la bombilla. Hasta que todo su amor y futilidad explota con un ruido sordo.

Nos vemos el próximo viernes.

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