miércoles, 7 de enero de 2015

Lo importante no es el tamaño, sino el vacío que te deja. Mastúrbate con mis palabras, educa a tu coño y cuando te atrevas ven y fóllate mi decadencia.

Escucho el nuevo disco de Thom Yorke. El tiempo desaparece. Estoy afónico. Borracho. Preñado de desiertos y soledad. Soy un loco, un ángel de alas castradas. Una mosca alimentándose del grito del cadáver, de un amor que no existe, de una ruina que no se atreve a mirarse al espejo y se pregunta dónde quedó la novedad y la idolatría de la musa. La cámara se nubla, quizás la única solución sea seguir con las quemaduras del antebrazo. Ardamos mientras la mano del muerto acaricia el poema y la inmortalidad se muestra tuberculosa en la mancha de un insecto aplastado contra la pared.

He pensado mucho en el suicidio. Muchas veces. Casi he encontrado la fórmula adecuada. Y no me refiero a la asfixia erótica mientras me masturbo recordando amores pretéritos. Mejor el veneno. Mejor un coche con el tubo de escape bloqueado por una bufanda gris. Mejor un disparo en la sien, aunque sea difícil conseguir un arma.

Siempre he distinguido a dos tipos de suicidas: el suicida desesperado que siempre avisa y amenaza. Y lo intenta una vez y otra vez sin conseguirlo. Su supervivencia es un misterio. Pero siendo crueles es vulgar, banal, se asemeja más a un circo donde las palomitas cuestan demasiado y todo el mundo conoce el final.

Pero hay suicidas que planean, se informan y disimulan. Y cuando aparecen muertos las personas de su contexto se sorprenden, no entienden nada, ¿cúando sonó la alarma? Su seguridad asusta. Parecen demasiado lucidos. No necesitan llamar la atención, segundas oportunidades, redención o público. Lo único que quieres es acabar de una vez con todo. Dar al botón rojo y desaparecer por fin. Parecen gritar: “Nadie nos preguntó si queríamos luchar por una transcendencia efímera y tramposa, que nadie nos exija ahora que los grilletes de la vida suenen a destiempo de nuestro ritmo interior”

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