domingo, 31 de agosto de 2014

Mi corazón es un libro abandonado.

Como ya he reconocido en alguna ocasión mi vocación por la literatura es casi inexistente, soy más bien del tipo diletante, llevo solo tres años escribiendo, y sigo porque es divertido, no me complico, soy exigente en la justa medida que no rompa el hedonismo intrínseco en mi comunión con el teclado. Por eso me gusta Blogger: anonimato, sin competencia, silencio, confort.

Pero a veces hablo con un escritor vocacional y me divierte esa tendencia que tienen a abrumarte con su currículo: llevan años, décadas incluso, rellenando páginas, diarios con sus pensamientos. Se esfuerzan, leen determinados autores, se obsesionan con las ventas de sus libros autoeditados, se frustran, se cuestionan sobre qué escribir, si tienen talento, si quieren seguir. Es extraño. Quizás sea un problema del capitalismo: necesitan resultados, necesitan monetizar su vocación, su inversión. Y pienso, ¿pero a ver, no disfrutas escribiendo, no disfrutas mejorando, haciendo cosas nuevas, desahogándote en la catarsis del teclado? Pero me acusan de estar sometido a la cultura del fracaso, sin ambición, sin ni siquiera intentarlo, me hablan de la importancia del público, de trabajar en algo que les gusta.

Y tienen su parte de razón, pero tampoco son demasiado realistas. Hay muy pocas personas en España que vivan de las ventas de sus libros, y de la poesía nadie. El otro día vi una entrevista a Joan Margarit, poeta reconocido, y él siguió trabajando toda su vida de arquitecto. Sí, es un dinero extra, pero nada más. Sí, puedes sacar varías ediciones –tiradas pequeñas-, en pequeñas editoriales, como Irene X, lo cual es todo un logro, pero, ¿vivir de ello? No lo creo. De la prosa sí que existe alguna posibilidad, pero tendrías que luchar contra el nepotismo de las editoriales y su visión retrograda –ejemplo de ello es su reacción al mercado digital.

Respeto a los que quieren intentarlo, todos necesitamos cierta cíclica masturbación del ego. Pero no hay que confundir sacar tu obra al exterior con salir tú, convertir el medio en fin, cuestionar tus anhelos sólo porque no sales en el dominical cultural del País. No, eso para mí no es vocación, es querer cubrirte con una etiqueta. Al escritor vocacional no le cuesta madrugar o quitarse horas de sueño para poder escribir todos los días, no tiene remedio, le gusta, eso es lo mejor del día. Si le preguntas porque escribe te responderá: ¿por qué respiras?

El talento es una suma de ficciones, de esfuerzos artificiales, de irrealidades consensuadas, de amor por lo imposible. Pero no es impostura. No es tu foto en la solapa de un libro que no tiene NADA, que no muestra NADA, que no conmueve, que no inflama, que no inspira. La dura realidad es que pocos seres humanos tienen talento, y la mayoría mueren sin morir antes de los veinte, por lo cual tampoco pueden desarrollarlo. Fight Club: "No eres un bonito y único copo de nieve, eres la misma materia orgánica en descomposición que todo lo demás, todos somos parte del mismo montón de estiércol..." No siempre podemos aspirar a lo sublime, pero no por ello debemos perder la oportunidad de hacerlo a nuestra manera, nuestra singularidad aúlla con voz débil pero visible. Y si alguien te dice que lo que escribes es aburrido, que estás encasillado, que siempre hablas de lo mismo, pregúntate, ¿tú te aburres escribiendo, necesitas hacerlo de otra forma? Eso es lo importante, tus dedos buscando la carcajada perfecta, golpeando el tiempo, quemando poemas en los vasos vacíos.

No lo olvides: en esta guerra entre la Belleza y la Inteligencia solo tú tienes derecho a ganar. Y los demás, que se jodan.

viernes, 29 de agosto de 2014

Tres Reflexiones.

Blogger está cada vez más muerto. Es normal: textos demasiado largos, sin imágenes ni atractivo. Queremos historias que duren dos estaciones de metro. Queremos grandes aforismos, intensidad. Queremos Twitter. Queremos naufragar en la poesía de esos coños románticos que buscan una polla sórdida pero sensible que acalle todos sus anhelos. Que buscan la psicopatía, la mentira, el oxímoron. Y ganan más seguidores. Y publican poemarios. Y todos, todos, todos, son iguales. Y no importa la arcada ni la repetición, no es cuestión de talento, sino la incapacidad de decir algo viejo de una forma nueva. Y si alguien lo hace permanece escondido, sin ganas, sin público, sin más estimulo que intentar no perderse al buscarse. Y me parece bien, no le merecemos. No nos necesita. Somos revolucionarios con camisa de Che Guevara y tarjeta de crédito. Nos enseñan la Broma Infinita de Foster Wallace y nos parece demasiado esfuerzo, demasiado tiempo, demasiadas páginas. Leemos a Bukowski o a Silvia Plath y desaparece la ambición de seguir adelante y ver qué sucede.

Da igual. Hace demasiado calor para leer, para escribir. Escribir requiere alimentar el cerebro, estímulos externos. No sirve la vida de la ameba, no vale solo con hacer funcionar la maquina: lavarse, comer, defecar, trabajar, moverse de aquí para allá sin más sentido que las obligaciones contractuales y la inercia general. Ojos muertos que resbalan sobre el asfalto como babosas sobre cuchillas de afeitar. Llega la noche, te sientas delante de la pantalla… y no sale nada. Y te da igual. Para qué sirve de todas formas. Para nada. Más de lo mismo. Los mismos temas. Las mismas ficciones. La misma ansiedad irresoluble. La misma frustración que no puede silenciarse. Y si al final consigues justificar de alguna manera ese día, no será más que un parche cobarde. Un parche para un día que ya ha sido olvidado antes incluso de que acabe.

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El trabajo NO significa realización personal, necesitamos sobrevivir en el émbolo capitalista y magnificamos la virtud de tuerca, la esclavitud legal. Matamos nuestra singularidad vendiendo al mejor postor nuestro tiempo libre, trabajamos para otros, competimos, nos sentimos mal si no conseguimos estar a la altura de unas graficas de beneficios empresariales. Vendemos nuestra capacidad de realización como ser irrepetible, creativo y orgásmico. Es imposible amar la esclavitud, la sumisión, los lazos sociales forzosos. Resulta estúpido ensalzar el valor del trabajo en equipo cuando la mayoría preferiría estar en otro sitio, cuando ni siquiera aguantan a su compañero. No, no puedo amar mi trabajo. No puedo comprometerme con ideales de empresa ni con mierdas corporativas. No puedo convertirme en una etiqueta, en un currículo. No puedo apilar todas esas horas muertas, todos esos días, semanas, años, como si fueran un peaje necesario para disfrutar del viernes por la noche, de un fin de semana, del mes de vacaciones, de una jubilación ficticia en un futuro remoto.

No me queda más remedio que hacerlo, pero que nadie me exija una sonrisa cuando restalla el látigo sobre las almas de los muertos.

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Los amores de verano, breves e intensos. Mensajes eróticos en el trabajo. Me gusta que tomes la iniciativa, que me sorprendas. Basta ya de planes predefinidos: la muerte existe, no somos inmortales, dejemos los roles y los arpegios aburridos, obviemos los cortes transversales y sigamos adelante con cierta valentía kamikaze. Todo tiene un comienzo de pólvora y de bragas perdidas debajo de la cama. De coño rasurado y sonrisa de niña mala. De tesis doctoral en felaciones profundas y fisting romántico. De poesía sórdida susurrada al oído y vuelo sin motor por encima de todos y de todo, como una venganza temporal contra la rutina de una vida que no terminamos de digerir. Y me dices, horas después, que todavía te duele el coño. Y sonrío. Sigamos así, te digo, hasta que el colchón nos denuncie por malos tratos… o hasta que alguno de los dos estire el sentimiento demasiado.

sábado, 23 de agosto de 2014

Qué triste dejar tanta belleza sin terminar.


Escribir es como amar: un escenario en blanco, épico, fútil, de grandes posibilidades. Escribes sobre su piel bellas metáforas que el tiempo convierte en aristas, puntos suspensivos y pequeñas contradicciones. Vas recorriendo los límites de su página en blanco, llegas al final, escuchas el suspiro, el adiós, el portazo, rubricas todo ello con cierta impostura de poeta trasnochado –de esos que solo hablan de sexo y vino-, y te preguntas, ¿por qué no resulta todo más sencillo? Es como si las palabras jugaran al escondite con tus sentimientos y los besos apenas sirvieran de algo, ¿estamos tan dañados que solo podemos aspirar a ser estaciones de servicio, calculamos la transcendencia por el número de orgasmos por metro cuadrado?

Lo peor es cuando el escritor confunde fabular con vivir. Intentar redimir con el teclado vivir siempre a destiempo. Pero es una mentira. Como la chica misteriosa a la que observaste copa en mano ayer por la noche en la jam session de poesía. Sus brazos recorridos por la típica conducta autolesiva, cicatrices blancas bailando un morse de tristeza por su antebrazo. Bien. Adelante. Conócela. Dile que te la ponen dura sus cicatrices emocionales. Su nerviosismo. Pero no, no lo haces. Horas después te sientas delante del ordenador, recuerdas. Pero tu escritura es inerte, fláccida, sin vida. No hay caballos de la exaltación. Tu mente tiene hambre –o sed como diría Pizarnik-, pero el alcohol no consigue sustituir las piezas que faltan.

Recibo una llamada. Una voz femenina inicia el ataque. Al parecer soy un ser rencoroso y despreciable. A mí me parece algo ya innecesario, una bronca inútil y a destiempo. Cuelgo. Apago el móvil. Me duele la cabeza. Saco dos latas más de cerveza. Tengo que ir a trabajar en una hora. Pienso en ello. Sí, es cierto, soy rencoroso, una forma como otra cualquiera de protegerse. Me mantiene alerta, como un semáforo en ámbar que me advierte de la decepción prospectiva, ¿prefieres la indiferencia, pensarte piel muerta y mecer el silencio? Nadie es perfecto. La empatía es una palabra que ha perdido significado por pura repetición. Sangra por mí pero no lo llames empatía.

El amor implica riesgos, escotes que son puñetazos en la memoria, sonrisas que son explosiones azules. Uno empieza buscando ser la puta de tus besos y al final se convierte en una orilla dormida, en un anzuelo de goma. Una vez te dije: desnúdate y pasea sobre mí. Y tropezaste en mi aliento, caíste en mi boca. Y quizás, solo quizás, pudimos hacer, durante unas horas, tangible el espejismo. Pero ya no sé afilar metáforas en la cornisa de tu belleza. Hace demasiado calor, hay demasiado ruido en mi mente entorpeciéndolo todo. Es demasiado tarde. Pero te juro que intenté perdonarte. Intenté seguir adelante y poner un lazo a la cicatriz que llevaba tu nombre. Y no conseguí que saliera bien. Solo queda recoger los bártulos, poner mi nombre a las cajas y seguir adelante. Qué tristes son las mudanzas de sentimientos. Qué triste tanta pasión desubicada.

Qué triste dejar tanta belleza sin terminar.

miércoles, 20 de agosto de 2014

20 de agosto de 2014

Leo a Karmelo C. Iribarren pero no lo disfruto, me resulta opresivo. Supongo que estoy acostumbrado a Bukowski, su tono pesimista adornado aquí y allá con pinceladas de humor y sexo. Ahora no es el mejor momento para tanta sobriedad. Voy un momento a la cocina a por más cerveza. Escucho gritos: mis vecinos vuelven a discutir. En verano las ventanas abiertas exponen sin rubor las miserias ajenas. Gritos e insultos. Todos hemos sido testigos alguna vez de las discusiones de pareja. Es muy desagradable. Cuando conoces a alguien deberían de ponerte un vídeo de introducción donde aparecieran sus pequeñas idiosincrasias: como se comporta cuando se enfada, cuando las cosas no funcionan o hay un problema de dinero, su capacidad de sorpresa en la cama. Y un corolario con datos de sus anteriores relaciones. Sí, oigo voces discrepantes: “con lo divertido que es conocer gente, fiarte de tu instinto y experiencia” Paparruchas. Al final nos toman el pelo siempre. Atención, perla de sabiduría: hay mucha gentuza ahí afuera. Debido a mi conocida heterosexualidad mi experiencia se limita a las féminas, pero está claro que los hombres también somos muy cabrones, vale para todos.

Las peores son las que van de víctimas. Las que te avisan y dicen: “Cuidado, he sufrido mucho, no soy buena para ti, sólo te daré problemas” pero claro, te crees especial, el salvador, un reto con forma de profecía autocumplida. Es muy tentador. Al menos para mí. Me gustan las relaciones complicadas. Tiendo a pensar que los defectos son secuelas, las mezquindades producto de la inseguridad y la desconfianza. Pero pasa el tiempo y te das cuenta que no, que el aviso era una especie de patente de corso para poder seguir comportándose como una puta sin escrúpulos. Y tienes un pensamiento peculiar: ¿ella es producto de la sordidez de su pasado, o siempre ha sido así y por eso le han sucedido esas cosas? En el fondo no importa, ahora quiere quemar el mundo, y da igual si eres tú o cualquier otro. Ya no es tan divertido, estás implicado, jodido.

Un tiempo después -depende de tu capacidad de ridículo-, suelen deslumbrarte con su última nota cínica: “Estarás mucho mejor sin mí, es lo mejor que te puede pasar” Efectivamente. Sin duda. Pero mientras tanto ya has perdido mucho tiempo y energía. Una obsesión tan contraproducente solo puede ser producto de mi propia marginalidad existencial, sino, ¿cómo se explica? Miro sus fotos, sus vídeos, sus cuerpos… y nada. Recuerdo sus conversaciones, sus blogs… y sigo sin encontrar nada que merezca la pena, que destaque. Nunca tuvieron nada especial. Y qué triste resulta esta extraña indiferencia, esta extraña dejadez.

Putas relaciones.

Se escucha un portazo: mis vecinos han parado. Mañana volverán a ello. Ya están metidos en esa rutina. Una bronca tras otra hasta el estallido final. Cuando tienes una relación deberíamos como mínimo intentar no estropear todos los recuerdos en la caída, mantener cierta elegancia en la inevitable ruptura. Qué fácil de escribir, que difícil de cumplir.

Divago por no hablar de sexo. Mi libido está desbocada: demasiado calor, demasiada soledad. Estamos atrapados por las necesidades de nuestros cuerpos. Escribir no calma. Mi pequeño ejército de cervezas matinales tampoco. Al revés: crecen las ganas de coger el teléfono y marcar los números equivocados. Como si no hubiera aprendido nada.

Y quizás no lo he hecho.

sábado, 16 de agosto de 2014

Dos meses sin follar.

El insomnio me va a llevar a la locura. Demasiado cansado para escribir, para pensar, para lidiar con las pequeñas trampas de la vida. Y además estoy cachondo. Algo normal: llevo más de dos meses sin echar un polvo. Perdonad mi lenguaje barriobajero, pero esa es mi idiosincrasia actual.

Aunque mi último polvo no fue memorable recuerdo cada pequeño detalle. Era una tarde como hoy, sosa, aburrida, calurosa, impropia. Estaba cachondo y sin esperanzas, habíamos discutido la noche anterior –como siempre-, y dudaba incluso de que viniera a verme. Pero vino: escotada, con su falda de cuero negro ajustada, con su corazoño bien lubricado. Yo estaba sin afeitar, varias cervezas en el cuerpo, demasiadas voces en mi cabeza. Pero quise tomármelo con calma, había belleza en esa flor que se abría bajo la lluvia de mis palabras. El sexo es muy básico pero también complejo; mental y físico a la vez. Se necesita cierta coordinación de tiempos, ganas, experiencia y escenario. Cualquier cosa puede estropear lo excelso. Molestar a los vecinos con tus gemidos, romper la monotonía, los juegos de dominación y el attrezzo, todo lleva al gran final, a esa sinfonía descabellada, a ese baile del paroxismo que nace del orgasmo con olor a toque de queda.

Había una sensación de final mórbido en el aire, pero no nos importaba. Le pedí que se desnudara lentamente. Que jugara un poco. Disfruté del espectáculo. Luego le hice una señal para que se arrodillara delante de mí. En su rol de sumisa cerró los ojos y su boca me absorbió. Lo más divertido siempre son los preliminares, no hay que reducir todo a un mete-saca. La empujé hacia atrás y hundí mi lengua en su coño. Ella se reclinó al borde de la cama y siguió chupándomela así. Iba despacio: me la ponía dura, paraba, volvía a juguetear con su lengua, me acariciaba, paraba. La carne llama a la carne, mis dedos asfixiando su coño, agujeros de carne sin apenas inocencia. No pude aguantar más y empecé a follármela con violencia. O con amor. Ella se frotó el clítoris hasta que llegó al orgasmo de gemidos desencajados. Mi polla triturada por sus contracciones. Bien. Me tocaba a mí. Coloqué sus piernas encima de mis hombros, la sujeté las manos y empecé a follarme su cuerpo indefenso con animalidad. Destellos de riesgo en el lenguaje duro, en cada bofetada que le daba a mi pequeña puta. Cosificados. Usados. Tuvo otro orgasmo justo antes de que la sacara y me corriera en su cara. Como último gesto recogí parte de mi escoria blanca con los dedos y se la metí en la boca. Puso cara de disgusto, pero los dos sabíamos que había merecido la pena.

El decadente es un excelente amante. Follamos sin monotonía porque tenemos la sensación de que puede ser la última vez. El decadente siempre te llevará al orgasmo, te enseñará el placer del dolor, te sodomizará después de comerte el coño, te acariciará mientras te insulta. Todo o nada. Somos los ignus de los que hablaba Ginsberg, los que aman con afán de catástrofe, los que siguen buscando la oreja de Van Gogh, los que intentan compensar así su incapacidad para vivir.

Los que nunca se cansarán de buscar en el fondo de tu coño la felicidad.

viernes, 15 de agosto de 2014

Si no has leído a Bukowski antes de los treinta tienes un problema; si lo sigues leyendo después el problema es mucho más grave.

La madre de Allen Ginsberg, unos días antes de morir en el psiquiátrico, envío una carta a su hijo. En ella, con extraña lucidez, le daba consejos sobre la vida. Una de sus últimas frases era: “No te involucres en cosas ridículas”. Estoy seguro de que Allen pensó muchas veces en esa frase, la escritura puede parecer muchas veces ridícula, fútil e inútil. Pero aquí vamos, tengo que actualizar, aunque no sepa de qué hablar. A fin de cuentas para poder escribir primero tienes que alimentarte de experiencias, leer algo, mantener las sinapsis en funcionamiento. Pero llevo varios días con una terrorífica vida de ameba. Y ahora tengo que ir a trabajar.

Ayer no dormí bien. Mi guetto es divertido hasta la extenuación, lleno de borrachos que gritan de madrugada el nombre de su amada; como si fueran Marlon Brando en “Un tranvía llamado deseo”. Luego viene la policía. Y el insomnio. No es interesante. Por eso opino que la diferencia entre un borracho y un alcohólico es la intimidad de su cubículo. El borracho es un gañan que busca público para sus miserias, una incontinencia, un lastre para su entorno. El alcohólico es más pudoroso y disciplinado.

No me gustan los bares. Ni la música que ponen ahí. Ni el hecho de que puedan tener una televisión encendida. Tampoco soporto a la gente, los borrachos tienen una charla aburrida, son una sangría de tiempo. Me gusta la soledad. Beber es suicidarte un poco cada noche. Y luego levantarte al día siguiente con resaca y tener otra oportunidad de redención. No hay nada romántico en ello, es una tara, pero al menos no dañas a nadie de tu entorno. Joder. Guardas una pequeña migaja de dignidad.

Ayer quería escribir algo en referencia al aniversario de la muerte de Bukowski -16 de agosto de 1994. Pero después de darle vueltas al texto en mi cabeza me pareció inapropiado, manido. Puestos a rendir un homenaje mejor utilizar alguna otra fecha, quizás la publicación de alguno de sus libros. Luego estuve pensando en la correspondencia que mantuvo durante años con Sheri Martinelli –musa de Ezra Pound-,  años antes de dejar su trabajo en Correos, todavía desconocido para el mundo, con la necesidad de seguir rellenando los márgenes de sus cartas con dibujos y digresiones sobre la poesía. También hay mucho pesimismo y desesperación, los estragos de unas resacas casi épicas para un hombre ya mayor. Me gustaría que sacaran en castellano los otros tres volúmenes. Son cartas a otros poetas como William Corrington, que seguramente proporcionaban otro tipo de intimidad. Resulta grotesco el grado de intromisión que puedes justificar solo por la necesidad de saber más. De querer más. Y eso que la obra de Bukowski -sobre todo la poesía-, es eminentemente autobiográfica.

Pero a lo que iba. Anoche, dominado por el insomnio, me puse a ver “Bird”, una película biográfica de Charlie Parker dirigida por Clint Eastwood. Excelente. Al final me pasé el resto de la madrugada escuchando sus discos y releyendo el relato de Cortázar “El perseguidor” que trata sobre los últimos meses de su vida. Que insólita es la fascinación que nos produce el arte. Como si existieran dos tipos de belleza: la subjetiva, que es la que nos afecta directamente; y la objetiva, para la cual es necesario educar nuestra sensibilidad. Por eso siempre tengo curiosidad por las biografías o las ediciones comentadas: se disfruta más de una obra contextualizada. Porque después de leer a Cortázar la música de Charlie Parker se enriquece. Afina los matices. Enlazas el bebop con Kerouac, con la poesía de Ginsberg, y estás ahí, entre el humo, observando como el tiempo se para. Porque el arte tiene que provocar algún tipo de conmoción dentro de ti, la escritura tiene que ser ruidosa.

De otro modo no merece la pena. Estas perdiendo el tiempo y despertando a los vecinos para nada.

martes, 12 de agosto de 2014

Adiós, oh, capitán, mi capitán.

Robin Williams ha muerto. La policía sospecha que ha sido un suicidio por asfixia. Es extraño que alguien que ha realizado tantas comedias haya tenido este final. Supongo que no hay que confundir persona con personaje. Me recuerda al chiste de Watchmen: “Un hombre va al médico. Le cuenta que está deprimido. Le dice que la vida le parece dura y cruel. Dice que se siente muy solo en este mundo lleno de amenazas donde lo que nos espera es vago e incierto. El doctor le responde "El tratamiento es sencillo. El gran payaso Pagliacci se encuentra esta noche en la ciudad. Vaya a verlo. Eso lo animará". El hombre se echa a llorar. Y dice "Pero, doctor... yo soy Pagliacci”

Tenía quince años cuando vi “El club de los poetas muertos” y descubrí la famosa expresión carpe diem. Pero no presté mucha atención porque perdí los siguientes dos años observando en la distancia a Marta, una compañera de clase, que al final fue desflorada –con bastante poca fortuna-, por Marcos, macarra irreverente del que copié mi clásica perilla.

La vida sigue girando. Los depresivos siguen desconfiando de la belleza de la rosa y miran al mundo desde los huecos de su memoria. La muerte sigue afilando su guadaña con amor infantil. Adiós, oh, capitán, mi capitán.

Dead Poets Society - Finale Theme by Thomas Newman on Grooveshark

lunes, 11 de agosto de 2014

Danzad, danzad, malditos.

Tenía por ahí un borrador sobre consejos para escribir todos los días. Pero no me apetece corregirlo ahora, además algunos conceptos se repiten de la entrada anterior. Hoy estoy cansado. El calor. La resaca. El martirio inocente de las canas de mi barba. Hay comida que parece mucho más comestible antes de introducirla en el microondas. He abierto una cerveza. Y luego otra. Y otra. No escribes mejor estando borracho. Eso es una idiotez. Pero te dejas llevar más fácilmente por el subconsciente, crea un estado de libertad y desasimiento que te absuelve de la modorra mental. La coartada para mantener un blog es borrar al menos la mitad de lo que has escrito.

Releo a Pizarnik. Suena tan depresiva como siempre. Enamorada de ciertas palabras como “viento”, “sed”, “soledad”, deben de aparecer en casi todos sus poemas. Pero no es malo, son como estribillos sobre el papel, meandros de metáforas que desembocan en un mar de flores muertas. Sus poemas gritan palabras desde la boca del mudo.

Hoy he visto una película: Danzad, danzad, malditos, dirigida por Sydney Pollack y basada en la novela “¿Acaso no matan a los caballos?” de Horace McCoy. Está ambientada en la época de la Gran Depresión: en EEUU se montaban espectáculos que consistían en hacer bailar a parejas de forma continuada, día y noche, con pausas mínimas. Mientras bailaban recibían comida, y si ganaban podrían sobrevivir con el dinero del premio. Era algo grotesco, con pruebas cada vez más duras y extenuantes. Pero existía un público deseoso de disfrutar de la miseria ajena y que patrocinaba a parejas. A pesar del ritmo (1969) te mantiene enganchado y me parece recomendable. Quizás ayuda no ver tan lejano ese poso de desesperación, de miseria y abatimiento que viven los personajes en la película. En Europa, por mucho que diga Rajoy y su cohorte de impresentables, la clase media está totalmente abandonada.

Europa agoniza. Vendemos armas a Israel mientras lanzamos proclamas en favor de la paz. Desmontamos la sanidad y la educación en pos de convertir a generaciones enteras en ganado, en esclavos. Todo se repite. Sin escrúpulos.

Tengo que abandonar el texto, mis obligaciones me reclaman. Si me has leído hasta aquí –sí, tú, mi desconocido lector-, hazme un favor: humanízate un poco esta noche, sal de la cadena, mira a tu alrededor. Sé que estarás cansado, sé que ha sido otro día agotador. Pero haz el esfuerzo y haz algo que merezca la pena. Algo pequeño, como ver una película, leer durante una hora, echar un buen polvo, actualizar tu blog, llamar a alguien y tener una conversación interesante. Salir cuando oscurezca y hacer una foto a esta luna inmensa que tenemos ahora. Cualquier cosa. Pero no permitas que sea otro día igual. Lucha por el segundo siguiente. No desfallezcas todavía.

domingo, 10 de agosto de 2014

Vivimos inmersos en la fría geometría de los semáforos.

De qué sirve escribir todos los días. De qué sirve el esfuerzo de recorrer las calles en busca de cerveza si estás cansado, si tu cuerpo es como un arpa sucia por el que pasa la serenata del camión de la basura, si tus ojos están acuchillados después de ocho horas de trabajo. Pero a pesar de esos pensamientos al llegar a casa enciendo el ordenador e intento escribir. No quiero vivir la vida que me toca. No quiero irme a la cama y dejarlo para mañana. No quiero que el día termine así, sin más relevancia que una nube deshilachándose en mitad de la noche. No busco ni siquiera transcendencia: hace tiempo que maté a mi héroe y sería ridículo intentar revivirlo. Lo que me mueve es el miedo, el miedo a la muerte antes de la muerte.

Por eso sigo deslizándome por el teclado, sin saber muy bien lo que va a suceder en la siguiente línea, una huida hacia delante preñada de cierta histeria. Como si la dedicación tuviera un poso de justicia poética que pudiera fundir todas las horas muertas apiladas delante de mí. Nada más lejos de la realidad. La página en blanco solo redime a esos pobres ingenuos que se lanzan sobre ella con todas sus fuerzas, que no evitan el golpe y mueren desangrados con su cerebro desbordado en los márgenes de tinta. De qué sirve todo ese esfuerzo intelectual, toda esa quimérica obsesión, si al final son las tuercas, los números con traje que caminan ahí afuera con sus maletines grises y sus relojes de pulsera con dos mil alarmas, los que dominan el mundo.

Pero luego pienso, ¿qué somos realmente? ¿Un trabajo, una cuenta bancaría, material genético deslizándose por un condón roto? ¿Capitalismo compulsivo, decrepitud, los garabatos rotos que abandonamos debajo de las sábanas? Siete mil millones de personas pululando por el mundo y la mayor parte han diezmado su singularidad en manos de la religión, un precario sistema educativo, la frustración estética, el redil del consumismo, las instituciones familiares y las relaciones unidireccionales. Somos polvo de estrella enfangado. Hemos olvidado lo que nos hace sentirnos realmente vivos, nos hemos rendido, como si ya no necesitáramos buscar la transcendencia.

Quizás por eso escribo: la exaltación del individualismo. No quiero dinero. No quiero esperanza ni lucidez. No quiero la responsabilidad del esclavo. Quiero intentar borrar la sonrisa de la futilidad y revivir a mi héroe por unos instantes. Quiero olvidar el futuro y gritar: es ahora o nunca. Y dejar de esperar a que termine mi jornada laboral, o que llegue la noche, el fin de semana, las vacaciones, la siguiente paga extra, el billete de lotería premiado, la jubilación o esa persona especial que me salve del mundo y de mí mismo. No. Ya basta. Dejemos de mutilar el presente y dobleguemos el ahora. La revolución es literatura, aunque solo sea para poner la zancadilla al tiempo y esquivar sus guadañas de tic-tacs. Arde. Arde. Arde…


Si vas a intentarlo, ve hasta el final
De lo contrario, no empieces siquiera
Tal vez suponga perder novias, esposas, familia, trabajo
Y quizás la cabeza
Tal vez suponga no comer durante tres o cuatro días
Tal vez suponga helarte en el banco de un parque
Tal vez suponga la cárcel, tal vez suponga humillación
Tal vez suponga desdén, aislamiento

El aislamiento es el premio
Todo lo demás es para poner a prueba tu resistencia
Tus auténticas ganas de hacerlo.
Y lo harás
A pesar del rechazo y de las ínfimas probabilidades
Y será mejor que cualquier cosa que pudieras imaginar

Si vas a intentarlo, ve hasta el final
No existe una sensación igual
Estarás a solas con los dioses
Y las noches arderán en llamas
Llevarás las riendas de la vida hasta la risa perfecta
Es por lo único que vale la pena luchar

Charles Bukowski

jueves, 7 de agosto de 2014

Dejar de ser los peces serviciales cuya vida solo es la búsqueda de un anzuelo.

Tengo resaca. Lo cual implica tener muchos enemigos naturales: la luz, el gorjeo de los pajaritos, los ruidosos nietos de mis vecinos, las entrevistas de trabajo, madrugar… Pero sigamos adelante. Quizás esta no sea la mejor forma de empezar el párrafo, pero bueno, ya sabéis: esto es gratis, sin presión. Solo por doblegar el tiempo durante unas horas, como el árbol que mira la grieta entre la calma y el incendio. 

A lo que iba. Me he levantado con resaca, he dejado a un lado mis responsabilidades y me he puesto delante del ordenador con mi botella de cerveza sempiterna –como me gusta esa palabra. He mirado el correo con la vana esperanza de que alguna groupie lujuriosa hubiera roto el cerco de silencio y quisiera tener una aventura veraniega conmigo. Nada. Sigo condenado a la masturbación de musas. Y en mitad de estos pensamientos, justo cuando estaba a punto de apagar la pantalla, ha llegado, como la paloma de Noé y su rama de olivo, un nuevo mensaje. Una pequeña editorial ha recabado –asumo que por error o una mala recomendación- en mi blog y quieren darme la oportunidad de publicar con ellos. Solo tengo que ordenar parte de mi material para que haya cierto hilo conductor. Un par de poemas. Un par de reflexiones sobre metaliteratura y ya tenemos un libro a la venta que sumar al catálogo.



Naturalmente he hecho lo normal en estos casos: negarme.

No hay motivos, pero si quisiera justificarme podría decir que hacer eso sería ponerme serio con algo que es solo un hobbie. Sería poner precio a algo que quiero que siga siendo gratis. Sería buscar un resultado cuando amo mi fracaso. No estoy preparado para ser sociable. Tampoco es que sea un gran logro, ya sabéis: editoriales pequeñas, tiradas pequeñas, distribución pequeña. Tampoco creo que tenga un material tan interesante. Ni vocación. Ni ganas de esos embrollos. Quizás cuando deje de escribir sí que recurra a la autoedición. Dejar una huella, una antología de todos estos años, como un memorándum para
fieles. Invertir trescientos euros, ¿una tirada de ochenta ejemplares? Y venderlos al precio más bajo posible sin perder dinero, aceptando trueques por cervezas y besos de carmín. Poner alguno en un par de librerías, como botellas sin mensajes. Y a otra cosa.


Pensando en ello más detenidamente es verdad que los escritores luchan con una gran dicotomía: por un lado necesitan creer que tienen talento, necesitan ser soberbios, amplificar el afán de exhibicionismo, porque de otra manera ni siquiera se atreverían a buscar un público para su obra. Pero por otro necesitan soledad, cierta humildad y autocrítica, un entorno ajeno que les permita desacralizar la palabra escritor –y poeta. Por la cantidad de mierda publicada está claro por donde se rompe la cuerda. Y es triste, porque al final democratizamos la mediocridad. Y comparto la dificultad de desenredar el solipsismo propio del escritor y clarificar su propio talento. Pero ahí están los editores buscando ampliar un catálogo sin pensar en nada más. Siento decirlo, pero muy pocos tienen una voz única y personal, lo que se suele llamar estilo propio. Se está publicando el mismo libro una y otra vez. Los autores actuales de poesía pretenden ponerte cachondo o triste, pero sus metáforas solo consiguen aburrirte. Twitter ha hecho mucho daño. Pero lo peor no es la falta de ambición o de esfuerzo en mejorar, o que todos vayan por el mismo camino, lo peor es que la gente con talento que podría abrir otras vías ni siquiera se lo plantea porque publican un libro de pequeña tirada y mueren de éxito. No siguen, ya han cumplido, ya han recitado en público, ¿ahora qué? La nada. Lo de siempre. Lo conocido. Lo fácil. Y de nuevo la nada.


Otro problema de la literatura son esos escritores que tratan el lenguaje como si fuera un puzzle para elites. Y cuando se enfrentan a la incomprensión de su obra te citan las biografías de diez o doce escritores famosos, como si existiera algún tipo de justicia poética prospectiva. Idioteces. El embrutecimiento de la sociedad es abrumador pero no por ello debemos buscar el oscurantismo y lo abstruso. Todos tenemos la capacidad de apreciar la Belleza, y aunque la sensibilidad hay que educarla, es un proceso que TODOS podemos transitar si nos interesa. Los que se esconden en el lenguaje lo que hacen es esconderse de su propia falta de talento.


Cuando el autor consigue romper tu piel mental y meterte en el texto es por pura empatía y comunicación. Y la otra reacción, mucho más visceral y prueba empírica de talento, es cuando el escritor consigue transmitirte su propia vocación y pasión, cuando has terminado de leer y te embarga la necesidad de corromper la página en blanco a tu manera. Te ha inspirado, te ha contagiado su energía. Eso es talento. Y lo demás son fanfarrias y conatos de soberbia mal encauzados que solo provocan el sonrojo ajeno.


Dicho lo cual voy a comprar más cerveza, joder, ¿hace mucho que no escribo algo erótico, o sobre la fría geometría de los semáforos, verdad?


Pink Moon by Nick Drake on Grooveshark

miércoles, 6 de agosto de 2014

Mis manos hablan, tu corazón destruye.

Se me cae la cordura al suelo. Tan poco tiempo para dedicar a mi lupanar lírico. Las cervezas calientes, la nómina gastada. Quiero ser un pájaro y al final me quedo en jaula de huesos. Quiero escribir pero solo consigo manchar las paredes con mi visión reduccionista de las cosas. Atado a la nada de un viejo presente. Con esa falta de energía vital, de pasión. Conozco a más libros que personas. No tengo paciencia. Lo importante es el segundo siguiente, pero ¿y si no hay segundo siguiente? ¿Qué sucede cuando el minuto, la hora, el día, la semana, toda tu vida está en manos de otros, cuándo toda tu energía está agotada antes de llegar a casa? No soy capaz de enfrentarme con entereza al trabajo de ocho horas. Pero necesito trabajar más tiempo para conseguir más dinero y pagar facturas, comer, hacer frente a los pagos de mi tarjeta de crédito. Otros lo hacen. Lo llaman madurez. Responsabilidad. El mal menor. La cruda realidad. Ya tendrás tiempo de pensar en la revolución y la poesía el fin de semana. Aunque también es posible que la frustración y la mezquindad propia y ajena terminen matando también esas horas.

La máquina de carne capitalista. No nos equivoquemos: fue hace menos de un siglo, en 1919, cuando después de una huelga general en la que participaron más de cien mil personas y que paralizo la economía durante 44 días, se consiguió imponer la jornada de ocho horas en España. Las condiciones antes no estaban regularizadas con el lastre de una revolución industrial tardía. Ahora son los movimientos neoliberalistas quienes nos adoctrinan para pensar que es normal necesitar dos trabajos para sobrevivir.

En el programa político de Podemos hay ideas que se tachan de impresentables e irreales porque no explican cómo van a conseguir implementarlas. Pero hay cierta frescura. Por ejemplo: hablan de reducir la jornada laboral a 35 horas. No es mala idea pero los agoreros hablan de Francia, de que allí se implantó durante diez años y no funcionó. Analizando lo sucedido el problema fue hacerlo de forma unilateral en un mercado mundial: al final perdieron competitividad. También se comprobó que al reducir una hora diaria la jornada no menoscababa demasiado la productividad por lo que no se conseguía producir más empleo.

Lo que habría que hacer es limitarlo a 32 horas, trabajar cuatro días a la semana en vez de cinco e intentar implantar el sistema en varios países a la vez. Varios economistas han afirmado que de adoptarse esta medida en España se crearía de forma inmediata y directa cerca de cuatro millones de puestos de trabajo sin que ello provocara sobreproducción puesto que el total de horas trabajadas serían la misma. Pero, ¿quién se encargaría de mantener el salario y pagar los costes sociales de todos los empleados? Pues la respuesta es sencilla: las administraciones públicas que compensarían con creces el coste mencionado con el ahorro de prestaciones y subsidios de desempleo, con el aumento de las cotizaciones en la Seguridad Social, el aumento del consumo interno y los ingresos de impuestos indirectos y directos, la supresión de parte de la economía sumergida y el freno a la deslocalización de las empresas al aumentar la productividad del trabajador. Todo llegaría a equilibrarse y además todos viviéramos mucho mejor al tener más tiempo de ocio y conciliación familiar.

No es una idea disparatada. Bertrand Russell en 1932 propuso la jornada de cuatro horas; Keynes en 1930 predijo que en cien años, a partir de entonces, estaríamos trabajando tres horas diarias; André Gorz en 1980 calculó que, para el año 2001, deberíamos tener una jornada de cuatro horas diarias y, más recientemente, Jacques Gouverneur  propuso la reducción de la jornada como una de las políticas alternativas para salir de la actual crisis mundial. Es posible hacerlo, pero NO quieren. La codicia y la estupidez humana condena a la mayor parte de la sociedad del “primer mundo” a ser esclavos de facto de una minoría cada vez más rica. Nos hemos vuelto unos ignorantes de la historia, en menos de un siglo hemos olvidado que hay que seguir en las barricadas, que hay que luchar para corregir las desigualdades sociales, que hay que meter miedo al enemigo. Yo no quiero vivir la vida que me toca, prefiero ser Ahab y perseguir la página en blanco, salir a la calle y quemar conciencias… ¿y tú?

Where I End and You Begin. by Radiohead on Grooveshark

domingo, 3 de agosto de 2014

Prostíbulo Poético.

En el Spotify suena una canción de amor y apocalipsis. Hay balas que no se dejan esquivar, como el tiempo, como la sed que me provocan tus ojos. Tus piernas esconden una guerra que no hace prisioneros, ¿dónde está la salida de emergencia? Te arrodillas ante mí, uróboros cayendo como piel muerta en las cicatrices de tus rodillas. Como el cuchillo riéndose de la carne. La pólvora de tus labios. La última cerilla del mundo bajo tu lengua. Ya no cruzamos juntos los semáforos en rojo. Nos quedamos en casa. Y allí nuestros sentimientos se comportan como un tifón domesticado. La cama deshecha pero manchada de amor aguado. Te fumas mi piel y yo te rompo las bragas y la sonrisa. Me robas los condones mientras observo a mi vecina por la ventana. Llega el camión de la basura y los trabajadores silban canciones mientras cambian la basura de lugar. Terminan su trabajo y el silencio vuelve. Pero el hedor permanece un buen rato. Es una buena metáfora de nosotros. Ya nada es igual. La aceptación rima con decepción.

Los poetas destruyen todo. Sólo quieren follar. Amordazar el lenguaje y pedir un rescate. Ellas se abren de piernas encantadas de ser las protagonistas de un melodrama tallado en piedra. Ridículas, absurdas, repetitivas, solo pueden aspirar a tener muchos seguidores en Twitter o escribir dos o tres poesías-vómito que den nombre a un poemario-basura.


Carlos Salem comentaba en una entrevista que conservaba cierta fe en la humanidad, el truco era enfrentarse a ella de uno en uno. Bukowski tenía miedo a no escribir todos los días. En su primera época era un vagabundo que comía una barrita de caramelo al día y gastaba el poco dinero que conseguía en sobres y papel para poder seguir enviando sus relatos. Estuvo a punto de morir de hambre. Quince años después consiguió trabajo como cartero. Estuvo once años trabajando en el turno nocturno. Al final de la jornada le dolían tanto los brazos que no podía levantarlos por encima de la cintura. Pensamientos de locura y muerte le perseguían de vuelta a casa. Pero al día siguiente, con inflexible disciplina, abría un par de botellas de vino y se ponía a escribir hasta que se hacía de noche y tenía que volver al infierno de las cartas y los eternos turnos de diez horas. Y aunque es cierto que tenía ciertas ínfulas, nunca pensó que fuera a vivir de ello. Quizás desconfiar de los neones de la fama salvó su obra hasta el último momento. En cualquier caso si hacía ese gran esfuerzo era porque necesitaba reconciliarse con todas esas horas muertas, mutiladas, que la sociedad le obligaba a vender a un precio irrisorio.

Piensa en todo esto cuando busques tu excusa, cuando hables del “sufrimiento” de la creación, del poco tiempo que tienes para concentrarte en tu obra. Cuando participes en esa ridícula pose del genio incomprendido, del poeta agarrotado por los pobres mimbres editoriales que impiden que su talento se alce como el fénix y eclipse con su fuego arrebatador al mundo. BASURA. Somos tan limitados, tan blandos y cobardes, tan incapaces de un mínimo de autocrítica, que al final hemos democratizado la mediocridad. La OCDE en 2013 certificaba el analfabetismo funcional en los españoles, de 23 países somos los peores en matemáticas y los penúltimos en comprensión lectora. A nadie le preocupó esta noticia. A fin de cuentas los héroes que la sociedad ha aupado a los focos no destacan por su cultura o intelectualidad: deportistas, modelos de discoteca, cantantes de concurso o gañanes de reality show. Ídolos campechanos que destacan por su chabacanería natural, que han leído El Principito un par de veces -seguramente por los dibujos- y algún best seller y ya consideran que han cubierto la cuota. El éxito de Torrente y de personajes similares en series de televisión es el paradigma del humor bufo, vulgar y escatológico que muestra el embrutecimiento de una sociedad que vive cómoda en este status quo de pobreza mental. Vivimos una dictadura y los esclavos ríen delante de la pantalla.

Pero no quiero que este post, u otros de futura redacción, promuevan una imagen distorsionada de mí, como si fuera un cascarrabias lanzando sus proclamas desde su atalaya de brillante rectitud. No, por favor, ¿cómo pretender semejante soberbia si ni siquiera soy capaz de dar la talla como alcohólico decadente y a la segunda botella ya estoy llorando sobre mis recuerdos? ¿Cómo pretender dar lecciones a esos pseudo poetas de vertedero y revolcón si yo también hice lo mismo en el pasado? ¿Cómo quejarme de la decadencia intelectual de mis congéneres cuando yo mismo prefiero Bukowski a Henry Miller, dormir ocho horas y beber tres a la revolución, la divina masturbación a releer a la Divina Comedia? NO, mi dignidad es la de una cucaracha sobreviviendo a una bomba nuclear: mera casualidad.

Punchdrunk Lovesick Singalong by Radiohead on Grooveshark