lunes, 15 de septiembre de 2014

Amar es cambiar sin traicionarte. El suicidio es la sonrisa de un ángel.

El orgasmo es carne saturada de pensamiento. Pones la calefacción, frotas mis manos, me acaricias acercando tu cuerpo, pero no consigues que entre en calor, sigo siendo fría, fría…fría. Y me compadeces por esa extrema pobreza sin saber que ese frío del que tanto te quejas es lo único que aún sé que es mío, algo que nadie ha conseguido arrebatarme aún.

Y la ciudad amanece mientras eyaculas palabras escogidas para que mis rodillas sean esclavas del columpio de tus deseos, de ese amor perplejo de niño mimado que te hace agarrarme el pelo e imponer tu ritmo. Un teatro de lascivia, y ahí, en el interior de tus dedos, las caricias se agotan sin sonido. Y te regalo mi desnudez sin condiciones donde perder solo es un verbo, un deseo inconcluso de trascendencia.

Mi sexo tiene la forma de una carta de amor entreabierta y entras como un invasor analfabeto, solo estás jugando al escondite con mis sentimientos. Pero tengo tu atención y me conformo con cerrar los ojos y sentirte latiendo dentro de mí. Soy una rosa deshecha en la que te deslizas y enjuagas el alma. Hay grietas, como peonías en el muro, pero no me importa. El presente perfecto, somos el centro del mundo, disfruta de mi tejido de nácar, del terciopelo de mis besos, de mi entrega ilimitada. Flores destripadas a solas con los dioses, labios desollados marcando a dentelladas las invisibles corrientes que conectan nuestros cuerpos.

Llega el final. Final. Que terrible palabra. El calambre de tu pasión, el rigor mortis. Y la delicadeza se transforma en indiferencia. Y empiezan las excusas. Pero solo puedo prestar atención a la lluvia que empieza a sonar al otro lado de la puerta, intentando secar mis sentimientos antes de que me alcance.

***
Las canciones son como surcos en la mente que se van agrandando con la emociones de cada nueva escucha. O quizás siempre han estado ahí, y solo vas recordando en una especie de determinismo frío y vulgar.

La luz siempre ajena al laberinto. Tus tacones silban el rictus de la victoria debajo de la cama. Supongo que nadie nos enseña a besar hasta el final, hasta que el portazo marca ese momento único de soledad, de hueco herido, de gasa y bisturí fundido, donde su cara desfallece poco a poco, como el tímpano azul de Beethoven. Es en ese perfil huérfano del tiempo donde te visto de besos, con un gesto mezcla de esplendor y derrota, mientras los ubicuos meandros del pasado, saturados de tu presencia, desbordan el presente. Y como el sonido de una teja que cae y estalla a mi lado, apareces con el rímel corriendo por tus mejillas mientras gritas que el azar, como los sentimientos, es una obra de arte que se decapita a cada instante.

Quizás confundí el hueco de tu corazón con otra cosa. Algo seco y oscuro donde introducía mis dedos, donde solo notaba la aspereza del desierto, una sequía de emociones que nos dejaba a los dos insomnes e insatisfechos.

Llego a casa. Pongo algo de música al azar. Suena esa canción. Me recuerda a ti. Me apena que creas que soy un animal sin sentimientos, una inanidad sin planes de futuro, alguien que muere lentamente por la falta de ejercicio en los rocos de la vida. Me conoces tan bien. Pero tengo fetiches. No hablo de imaginarme tu larga melena con trozos de hueso y masa encefálica adheridos a ella. No. Hablo de cosas normales, como entradas de cine, fotos, cartas, todas quemadas y reducidas a cenizas que conservo, con cierta ternura, en un dedal.

Pienso en ti, en esa extraña combinación de lo mejor y lo peor, de lo mágico y lo terrible. Te mantengo un momento en mi memoria antes de intentar una reverencia que se trasforma en traspiés. Me quedo en el suelo. No es un mal lugar para dormir la borrachera y para perder un beso silencioso envuelto en su ligera erección.

Estabas loca…y casi conseguiste volverme loco a mí también…suerte con el siguiente…y con el siguiente…y con el siguiente...

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