domingo, 10 de agosto de 2014

Vivimos inmersos en la fría geometría de los semáforos.

De qué sirve escribir todos los días. De qué sirve el esfuerzo de recorrer las calles en busca de cerveza si estás cansado, si tu cuerpo es como un arpa sucia por el que pasa la serenata del camión de la basura, si tus ojos están acuchillados después de ocho horas de trabajo. Pero a pesar de esos pensamientos al llegar a casa enciendo el ordenador e intento escribir. No quiero vivir la vida que me toca. No quiero irme a la cama y dejarlo para mañana. No quiero que el día termine así, sin más relevancia que una nube deshilachándose en mitad de la noche. No busco ni siquiera transcendencia: hace tiempo que maté a mi héroe y sería ridículo intentar revivirlo. Lo que me mueve es el miedo, el miedo a la muerte antes de la muerte.

Por eso sigo deslizándome por el teclado, sin saber muy bien lo que va a suceder en la siguiente línea, una huida hacia delante preñada de cierta histeria. Como si la dedicación tuviera un poso de justicia poética que pudiera fundir todas las horas muertas apiladas delante de mí. Nada más lejos de la realidad. La página en blanco solo redime a esos pobres ingenuos que se lanzan sobre ella con todas sus fuerzas, que no evitan el golpe y mueren desangrados con su cerebro desbordado en los márgenes de tinta. De qué sirve todo ese esfuerzo intelectual, toda esa quimérica obsesión, si al final son las tuercas, los números con traje que caminan ahí afuera con sus maletines grises y sus relojes de pulsera con dos mil alarmas, los que dominan el mundo.

Pero luego pienso, ¿qué somos realmente? ¿Un trabajo, una cuenta bancaría, material genético deslizándose por un condón roto? ¿Capitalismo compulsivo, decrepitud, los garabatos rotos que abandonamos debajo de las sábanas? Siete mil millones de personas pululando por el mundo y la mayor parte han diezmado su singularidad en manos de la religión, un precario sistema educativo, la frustración estética, el redil del consumismo, las instituciones familiares y las relaciones unidireccionales. Somos polvo de estrella enfangado. Hemos olvidado lo que nos hace sentirnos realmente vivos, nos hemos rendido, como si ya no necesitáramos buscar la transcendencia.

Quizás por eso escribo: la exaltación del individualismo. No quiero dinero. No quiero esperanza ni lucidez. No quiero la responsabilidad del esclavo. Quiero intentar borrar la sonrisa de la futilidad y revivir a mi héroe por unos instantes. Quiero olvidar el futuro y gritar: es ahora o nunca. Y dejar de esperar a que termine mi jornada laboral, o que llegue la noche, el fin de semana, las vacaciones, la siguiente paga extra, el billete de lotería premiado, la jubilación o esa persona especial que me salve del mundo y de mí mismo. No. Ya basta. Dejemos de mutilar el presente y dobleguemos el ahora. La revolución es literatura, aunque solo sea para poner la zancadilla al tiempo y esquivar sus guadañas de tic-tacs. Arde. Arde. Arde…


Si vas a intentarlo, ve hasta el final
De lo contrario, no empieces siquiera
Tal vez suponga perder novias, esposas, familia, trabajo
Y quizás la cabeza
Tal vez suponga no comer durante tres o cuatro días
Tal vez suponga helarte en el banco de un parque
Tal vez suponga la cárcel, tal vez suponga humillación
Tal vez suponga desdén, aislamiento

El aislamiento es el premio
Todo lo demás es para poner a prueba tu resistencia
Tus auténticas ganas de hacerlo.
Y lo harás
A pesar del rechazo y de las ínfimas probabilidades
Y será mejor que cualquier cosa que pudieras imaginar

Si vas a intentarlo, ve hasta el final
No existe una sensación igual
Estarás a solas con los dioses
Y las noches arderán en llamas
Llevarás las riendas de la vida hasta la risa perfecta
Es por lo único que vale la pena luchar

Charles Bukowski

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