Estoy borracho. El
insomnio. La vida. El miedo. Miro por la ventana, un grupo de personas rezan
ante su becerro de oro, un cajero, con las manos en alto gritan “Señor, perdónanos, danos tu absolución”
Voy al baño a vomitar. La locura campa a sus anchas. Madrid es una porqueriza.
Me preguntas si es domingo. No, no lo es. Es un jueves maligno y
vulgar. Suena mi teléfono. Te doy una excusa y me encierro en el baño. El vino funde dos besos, nuestras palabras follan en
esa liturgia llamada amor platónico.
Pero todo termina, siempre, de forma desagradable o imperfecta, solo es cuestión de tiempo.
Salgo, vuelvo al dormitorio. Me miras fijamente: ¿tienes algo de ternura que
prestarme? Tu voz suena como un condón roto, como un médico demasiado amable al darte los resultados, como un cuerpo desconectándose tras un accidente. Y así, tal cual, como Judy Garland siguiendo el camino de
baldosas amarillas, desapareces de mi vida. Un portazo nihilista. Musa demente,
funambulista de la soledad, arqueo imposible, zozobra enhiesta.
¿Por qué
hace tanto ruido ese reloj parado?
Abro otra botella de vino. La despótica nostalgia me hace recordarte desnuda, atada, abierta sobre la cama, como la más perfecta, inmoral y bella obra de arte que jamás hubiera existido. Tus pechos
eran ebriedad y miel, necesitaba romperme contra ti con avidez de masoquista suicida, Ophelia perfecta, escarcha de mis sueños, tu olor era un viento hambriento que me poblaba y hería.
Empieza a llover. Me
siento culpable, flor de plástico, un charquito de semen donde se refleja la
luna, danza macabra sobre lago helado. Me masturbo violentamente, aprieto
demasiado, duele, pero necesito sentir algo,
lo que sea, cualquier cosa con tal de sentirme vivo.
contra la balaustrada de la
nada
mientras esquivaba al cocodrilo hambriento
y su taciturno tic-tac.
Han pasado diez años
pero sigo esperando el milagro junto a Leonard Cohen
tímido, frágil, quizás estúpido
con muchos recuerdos
pocas hazañas
y algunos números de teléfono
a los que molestar de madrugada.
Quizás no me haya ido tan mal después de todo
aunque a fin de cuentas
soy yo quien elige aquí el final
no la vida.
Algo bueno tenía que tener, por fin, la puta literatura.
Le ordeno que se desnude.
De rodillas. Sobre la cama. Separa las piernas. Ábrete. Mi mano es una fusta.
Golpes moderados. Marca roja sobre sus nalgas. Expuesto. Humillado. Su polla
dura, enhiesta. Habla sin permiso. Indisciplinado. Mi pie en su cabeza, hundiéndole
contra el colchón. Pide perdón. Empieza a chuparlo.
Le observo excitada.
Empiezo a acariciarme el clítoris, miles de terminaciones nerviosas, hinchado,
húmedo, mientras me follo su boca con el pie. Es suficiente. Le ordeno ponerse
en posición de nuevo. Empiezo a acariciarle. Primero un dedo. Poco a poco.
Dentro. Fuera. Gime. Empiezo con el segundo. Un poco más rápido. Bien. Buen
perro. Es el momento. Doble dildo, con arnés. Casi iguales. Me lo introduzco
lentamente. Ajusto las correas. Lubrico su parte. Me mira asustado. Queja.
Azote. Empiezo a presionar. Gime. Dolor. Me aferro a su cintura para
hundírselo. Grita. No paro. No puedo. El placer es demasiado intenso. El dildo
atraviesa mi coño con cada nueva embestida. Me muevo como si fuera un hombre
follándose a una puta, ajeno a todo excepto su placer. Él sigue gimiendo de
dolor pero empieza a moverse a mi ritmo.
El consolador está casi entero dentro
de él. Acelero. Me corro. No me cuesta nada, me encanta poseerlo así. Le ordeno
darse la vuelta. Se tumba boca arriba y se sujeta las piernas en alto. Me
coloco encima de él. Sigo metiéndosela, mi cara pegada a la suya, diciéndole
obscenidades. Ya no se queja. A la pequeña zorra le empieza a gustar. Aumento
el ritmo, se la clavo con fuerza mientras le miro a los ojos. Su polla se
balancea de un lado a otro. Sé que quiere tocarse pero no le he dado permiso.
Se la cojo, empiezo a masturbarle. No tarda mucho en correrse, con fuerza,
manchándose todo el pecho. Me embadurno los dedos y le obligo a chuparlos, a
limpiarme.
Y en ese momento, mientras se la saco lentamente del culo, al
observar su mueca al tragárselo, vuelvo a correrme.
como las cosquillas de tu madre cuando eres pequeño,
que luego el adulto rechaza con un mohín insolente.
Celebraban una fiesta en mi cerebro a la que nadie me había invitado.
Había vino, vodka, y un extraño humo azul.
Chopin coqueteaba con la amante de Liszt,
el lobo estepario refunfuñaba mientras Rachmaninov improvisaba algo.
Se lo estaban pasando en grande ahí arriba.
Mientras tanto la prostituta ajedrecista brindaba conmigo, asegurando que
era virgen,
la esquina jugaba con la sombra de la aguja,
el cristal roto suspiraba enamorado de mi carne,
y la cortina ardía lentamente, sobrellevando su locura en silencio, sin molestar a nadie.
Todo era tan perfecto, tan aburrido,
(la luna guiñando un ojo, las tortugas ganando la guerra, una solicitud de matrimonio por correo)
que mi corazón de mermelada no tuvo más remedio,
que derretirse en el suelo
recién fregado
de la cocina.
Y los grillos,
las hormigas,
las garzas del lago helado, (y un melocotón perdido)
se acercaron a disfrutar del espectáculo.
Pero entonces Ophelia, guapa como la nieve en verano,
me cubrió con sus bragas y parte de su amor.
Y todo terminó,
por fin,
bien.
La noche de Halloween estaba transcurriendo lenta y deleznable. Otra
noche en que me sentía solo y cachondo, una combinación jodida. Las relaciones
humanas estaban condenadas al fracaso, demasiados miedos, represión, dolor. No
había tabula rasa, todos insistían en arrastrar su lastre de experiencias
dañinas y fracasos. Lo peor era que los primeros meses de relación, únicos,
químicamente fantásticos, se iban al garete ahogados por la frustración y la
tontería.
Llevaba ya un par de horas bebiendo en aquel bar del extrarradio, hundido
en ese estado comatoso del cerebro donde ya nada importa, cuando apareció ella.
Era enormemente gorda, gigantesca, riadas de carne sin fin. Se sentó junto a mí.
Era algo lisérgico contemplar como envolvía el taburete, como sus muslos
bajaban lentamente hasta el suelo y lo cubrían todo. Quizás hubo charla, quizás
incluso le invité a una copa, atónito como estaba ante tanta inmensidad, ¿cómo había
conseguido sobrevivir, de dónde había salido? Lo importante es que algún
momento, sin previo aviso, ese pantagruélico caparazón de carne se abalanzo
sobre mí, como el suelo ascendiendo hacía el suicida, sin ninguna opción de
esquivarlo.
Elipsis. Estaba en su casa, bebida en mano. Algo se deshacía dentro del vaso. Sonreía tranquilo, no corría peligro, era imposible ante el espectáculo de su excesiva
feminidad que pudiéramos seguir adelante. Ella empezó con sus arrumacos. Sus pechos eran enormes masas de carne, eclipses, infringían
con su sola existencia varias leyes físicas. Se saco uno de ellos y me golpeó dejándome casi inconsciente. Su boca, como una ventosa agria,
empezó a succionar. Sentí la primera falange de su dedo entrando sin permiso en
mi culo. ¡Cristo!, me estaba violando de todas las maneras posibles.
Pero al rato mi polla, como un jodido milagro, como Lázaro levantándose
de la tumba, como un puto escupitajo al sentido común, apareció, enhiesta,
enorme, brillante, palpitante, dolorosa incluso. Ella alzó su cara victoriosa, de
rana sonriente, y se tumbó en la cama.
Joder, estaba condenado.
Me alcé sobre ella y empecé a bombear. No había manera. Había
demasiado de todo, no encontraba el lugar, como si fuera un jodido liliputiense.
Empezó a reírse. Puta. Le iba a dar su ración de carne aunque me costase toda
la noche.
Conseguí entrar, absurda ironía, era prieto y delgado, daba un par de
empujones y enseguida me expulsaba. Ella no paraba de reír y moverse de arriba
abajo, de izquierda a derecha, en círculos, debía de pensar que su coño era una
lavadora. Intenté alzar una de sus piernas y algo crujió en mi espalda. Me daba
cada meneo que terminaba en el suelo, como un púgil en la lona escuchando la
cuenta atrás del árbitro. Entonces me levantaba, intentaba escalar de nuevo esa
montaña de carne, hundiendo en ella mis dedos como garfios, y justo cuando
conseguía volver a coger el ritmo, ¡Bum! Al suelo otra vez.
En algún momento la cama tembló y las patas delanteras se rompieron
con un chasquido. Era como un puto rodeo, intentaba agarrarme a algo pero todo
era demasiado grande o resbaladizo. Trasegaba, bebía un lingotazo de la botella
de whisky rancio que tenía en el suelo y seguía dándole. No tenía sentido, no disfrutábamos
con ello, estábamos atrapados. Pero no podíamos dejarlo, había que culminar,
era como estar en la fábrica cuando aún quedaban cinco horas y decías “un poco más, diez minutos más” y seguías
y seguíais. Y el motivo se difuminada poco a poco, y solo quedaba la inercia,
intentar no volverte loco.
Un par de décadas de sufrimiento después una extraña claridad empezó a
retumbar en la habitación. Estaba amaneciendo. Tenía la polla en carne viva y
el cuerpo lleno de moratones. Me había desmayado un par de veces. Ella sin
embargo parecía cada vez más grande, me cubría con su cuerpo insaciable, inagotable.
Empecé a entenderlo, se alimentaba de decadentes, éramos su comida, una súcubo
grande y gorda extrayéndonos la energía vital. No había esperanza…
De pronto hizo un ruido extraño, como de ahogo o estertor, un gemido
inconexo, no de placer, más bien como el llanto contenido de una madre ante el
ataúd de su hijo. Sentí como despedazaba mi polla ahí abajo, era un zángano
mutilado cayendo desde el cielo después de haber fecundado a la abeja reina; uno
entre decenas.
Y así acabó todo, en ese grito de guerra coital. Me soltó, liberó su
presa. Había sobrevivido. Había ganado esta batalla. Una prueba de orgullo en
el lugar equivocado.
El dolor era vida, me levanté cojeando, no quise mirar ahí abajo,
sabía que no iba poder usarla en mucho tiempo. Empecé a vestirme. Ella ya roncaba
ruidosamente. Le eché el último tiento a la botella, la terminé, y salí de allí.
Había demasiada luz. No sabía donde cojones estaba. Miré el reloj.
Mierda, en tres horas tendría que volver al trabajo.
Un chino vendía cerveza al final de la calle. Por fin algo de piedad
en esta ciudad sin dios.